Re-publico aquí un relato del fin de semana en el DF, del periodista Fidel Samaniego, del diario El Universal. Es muy elocuente como para agregar más palabras a la vivencia...
Una, dos, tres veces se escuchó: “¡aaatchuuú!”. Había estornudado, como millones de personas, millones de millones de veces.
Pero, en este caso, ojos de expresiones desconfiadas, temerosas, acusadoras, se clavaron en ella: la chica que con el rostro enrojecido, turbada, intentaba sonreír, no lo logró. Era una mueca lo que se dibujaba en su rostro. Un hombre que caminaba en sentido contrario al de la chica, se apartó varios metros, la rodeó, la evadió.
Y es que ayer, quien estornudaba, o tosía, o se sonaba la nariz, como millones de personas lo hacen normalmente, millones de millones de veces, era considerado o podía sentirse sospechoso, sospechosa, de portar el virus, de ser un peligro, una amenaza andante.
Una escena en la urbe más grande del mundo.
No, no era una ciudad fantasma.
Pero en ella, por sus calles, caminaban a pasos apresurados, con cubrebocas, serios, demudados, los fantasmas del miedo o hasta del pánico, de la incertidumbre, de los más variados, desatados y contradictorios rumores.
Un día absolutamente distinto a todos.
Poca, muy poca gente, unos cuantos atrevidos en los restaurantes, en los centros comerciales, en los templos, en los parques, en los clubes deportivos.
Casi se agotaron los DVD’s en los Blockbuster. Enorme la venta de películas o series en los comercios piratas. Ni una sola vacuna en una sola farmacia. Desde luego, casi imposible encontrar los pequeños y codiciadísimos pedazos de tela o algodón para cubrir narices y bocas, para —era el pensamiento general— proteger las vidas.
Temprano, en uno de los hospitales de lujo, en el sur de la ciudad, la actividad continuaba. Médicos, enfermeras, personal de limpieza y administrativo, todos con los rostros semitapados. Una sola persona acudía en esos momentos a que le sacaran sangre para que le hicieran estudios relacionados con otro padecimiento. “Tuvimos muchas cancelaciones, nunca había pasado. Ayer hablaron para cancelar, quienes lo hicieron, otros ni llamaron, no vienen, no vendrán. Los sábados tenemos lleno esto por la gente que viene a análisis para lo del colesterol por ejemplo, biometrías hepáticas”, explicaba una mujer tras el mostrador.
“Sí, hay aquí un par de casos, en terapia intermedia, aislados están, que podrían ser…podrían ser. Pero vino mucha, muchísima gente desde la tarde del viernes, en la noche y sobre todo en la madrugada de hoy al servicio de urgencias que decía tener los síntomas. En realidad, se trataba de las gripas convencionales, resfriados, o bronquitis, inflamación de vías respiratorias”, se animaba a platicar un internado, luego se retiraba sin despedirse de mano de quien le preguntó, tampoco hubo el habitual beso para su amiga, la joven que sí acudió a la cita.
Un día, en la ciudad de México, nunca imaginado ni por las mentes más fantasiosas, o pesimistas. Porque los besos, las risas, las bromas, la alegría, el relajamiento de los fines de semana se quedaron guardados, o fueron encerrados por la alarma, la precaución, el miedo.
Y flotaban en el viento caliente las preguntas sin respuesta. Las versiones sin fundamento conocido, de origen tan incierto como el mutante virus de la nueva y amenazadora clase de influenza.
“Dicen que no hay nada, que es lo mismo que cuando lo del chupacabras, que es para distraer a la gente de los problemas económicos y de la inseguridad”, sentenciaba con tono categórico el taxista.
“Es más grave de lo que dice el gobierno, pero ocultan cosas para no asustarnos”, aseguraba un vendedor de frutas.
“Me contaba una vecina que su hijo le dijo que un amigo que está bien conectado le platicó que lo que pasó fue que los narcos soltaron una bomba de microbios, o de bacterias, o de virus y que por eso no quieren que salgamos de nuestras casas”, platicaba convencida una mujer madura afuera de una iglesia que estaba a punto de cerrar sus puertas.
Aquella crónica musical de Chava Flores, de "Sábado, Distrito Federal", que cuenta: "desde las diez ya no hay donde parar el coche", por obra del virus de la influenza se esfumó. Había espacio suficiente para salir a rodar lento; aprender a manejar; estacionar el automóvil en el lugar soñado. Sábado Distrito Federal en el que, poco a poco, al lento, pesado, mórbido paso de las horas, desaparecía la poca gente que se atrevió a salir de sus casas, o tuvo que hacerlo.
Sin embargo, también hubo quienes salieron de la ciudad. En autobuses, en carros, por avión. No eran paseos, se trataba de huídas.
La ciudad sin conciertos, la de los museos y estadios cerrados, la de los pasos apresurados y las voces sin eco.
Y almas audaces, suicidas, inconscientes, aventureras, cada quien su circunstancia, unas cuantas, acompañaban sus soledades, veían en las pantallas fantasías más reales que lo que se vivía, se sentía afuera.
Era una ciudad con cubrebocas.
Y sus manos, sudorosas, iban angustiadas a la frente, rogando que fuera el calor del clima lo que se sentía en la piel y no la fiebre de la enfermedad.
Y una mirada que manifestaba todo y nada. Y un silencio que crecía, que gritaba su miedo. Y si tosía o estornudaba se volvía sospechosa, peligrosa, amenaza.
Sábado Distrito Federal como nunca antes se había vivido, como no se había pensado, como nadie lo habría deseado.
Una ciudad por la que, con la llegada de la noche, seguían caminando los fantasmas de la incertidumbre, los rumores, el miedo y hasta la psicosis.
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