martes, 30 de junio de 2009
Rapidez
lunes, 22 de junio de 2009
No nací para ser madre
Últimamente, las personas a las que les dije esta simple verdad de mi vida, se rieron sin terminar de comprender: “No nací para ser madre”.
Uno tiene que saber para qué nació. Eso implica reconocer para qué NO nació uno.
Yo creo que no nací para ser madre, y la vida se encargó de mostrármelo. No toda mujer tiene que ser madre. Esta es una verdad que una vieja amiga me ayudó a descubrir. Es la sociedad la que nos impone ciertos estereotipos y roles de género, que a veces nos impiden descubrir nuestra verdadera identidad, nuestros verdaderos sueños, nuestro “para qué” en esta vida.
Yo me siento educadora. Creo que sí nací para educar, pero no nací para ser madre. No es lo mismo. No va todo junto. No necesariamente uno tiene que educar a sus propios hijos para ser educadora. Además, si todos tienen hijos y nadie los educa (porque se supone que para eso los mandan a la escuela) ¿adónde vamos a ir a parar?
Se preguntarán por qué digo que no nací para ser madre. Bueno, simplemente desde pequeña no me gustó esa imposición social de que las nenas tenemos que jugar con muñecas, peinarlas vestirlas bañarlas acostarlas… jugar a la casita y a ser mamás esperando al esposo que vuelve del trabajo. Cuando mi hermana, un año mayor que yo, dejaba una muñeca sobre mi cama o en algún lugar que me molestaba, yo la agarraba de los pelos y la sacaba de mi camino. Cuando ella lloraba desesperada por mi acción, cual madre compadeciendo el sufrimiento de sus “hijos”, yo le decía con obviedad “¿qué, acaso es una persona?”. Estas palabras revelan tal vez mi tendencia al realismo y al pensamiento lógico, pero también mi falta de romanticismo por esa institución social que se ha dado en llamar la maternidad.
No crecí como una niña apegada a su madre, insegura y necesitada de abrazos. Crecí como un ser más bien solitario, independiente, atípico. Me molestaba que me dieran muchos besos, abrazos y apretujones. Me molestaba que me preguntaran qué quería ser cuando fuera grande, porque a nadie le gustaban mis respuestas. Entonces ¿para qué preguntaban? Si querían escuchar que iba a ser una mamá de 10 hijos y dedicarme exclusivamente a ellos y a un hogar, ¿para qué preguntaban? Si se veía a todas luces que yo no era esa clase de nena…
Durante una época me cansé de luchar contra la sociedad, me quise amigar con el mundo, y pensé que debía buscar un “hombre ideal” (¡como si realmente existiera semejante espécimen en alguna parte del mundo!), que fuera aprobado por mi gran familia prejuzgona, y que fuera el padre de mis hijos, los hijos que la sociedad y las dos familias de las que provengo, esperaban de mí. Claro, es evidente que hubiera aplacado a muchos tíos y tías en sus preguntas de cada reunión familiar, y que me hubieran aceptado e integrado mucho más a sus vidas y a las vidas de sus hijos, como un ejemplo. Pero entonces ¿dónde quedaba yo? ¿dónde quedaban mis sueños? ¿dónde quedaba mi propia vida? Finalmente decidí ser feliz y me liberé de esos mandatos caprichosos de otros. Y no me arrepiento ni un día de mi vida.
La sociedad, a veces, puede coartar fuertemente la vocación personal de la gente, y especialmente de las mujeres.
jueves, 18 de junio de 2009
Chimpay, la cuna
En medio de kilómetros y más kilómetros de pampa, viento y tierra, el desierto del sur argentino me hacía un lugarcito. Y el pueblo de Chimpay se convertía en mi lugar. Yo conocía el lugar y a algunas personas de allí, desde hacía 5 años. Había estado por períodos cortos, de 10 ó 15 días. Pero al ir a vivir allí, mi mundo se concentró en un espacio pequeño y en un grupo reducido de personas, y a la vez, se expandió en la inmensidad de sus pampas vírgenes.
Chimpay es un pueblo de la provincia de Río Negro, que prácticamente no existiría en el mapa, si no fuera por un indiecito, hoy declarado Beato por la Iglesia Católica. Hace 104 años, un indiecito nació en sus tierras, fue bautizado en las tolderías de la zona por los padres salesianos, y hasta quiso ser cura. El era hijo del gran cacique Namuncurá, quien negoció con el Gral. Roca la rendición de los araucanos a cambio de unas pocas tierras en la zona de Neuquén. El estaba destinado a ser el heredero de la gran responsabilidad sobre su amado pueblo: el nuevo cacique. En su lugar, quiso ser el servidor de su gente, a través del Evangelio y los sacramentos. Se fue a estudiar a Buenos Aires con los salesianos, y después de unos años, ellos lo llevaron a Roma. Conoció al Papa, a quien le entregó regalos de “las indias”, su tierra. Pero su vida quedó truncada por la tuberculosis, que no pudo curarse en un clima tan distinto al de sus pampas chimpayenses, y murió en Roma a los 18 años.
Hoy Chimpay, bautizada “Cuna de Ceferino Namuncurá”, recibe todos los años a varios miles de personas, que peregrinan hasta esta tierra, donde no están sus restos mortales. Es la tierra que lo vio nacer, en unas tolderías a orillas del Río Negro. Es la gran gloria del pueblo. Se diría que la única gloria del pueblo.
Chimpay es un lugar especial, para quienes quieren descubrirlo. En mi propia vida, el año y medio que viví en sus tierras, fueron muy especiales. Chimpay y su gente me hicieron romper el cascarón dentro del cual había vivido durante 30 años sin saberlo, y fueron testigos del nacimiento de una nueva persona, de la verdadera “yo”, que emergió desde mi interior.
Chimpay fue mi tierra de metamorfosis, de transformación desde el interior. Nunca olvidaré este lugar, nunca olvidaré la sencillez de su gente, el regalo que me hicieron de no verme a través de caretas que la vida y yo misma me habían puesto. Nunca olvidaré el silencio y soledad de su desierto, que permiten a quien sabe escuchar el viento, verse por dentro y aprender a vivir desde esa verdad.
En estos momentos estoy sentada en un colectivo desde hace 19 horas, para visitar Chimpay. Y con emoción, me estoy acercando a su paisaje, a su viento, a su tierra, a su gente. Vuelvo después de unos 4 años, de visita. Vuelvo a ver amigos, que fueron testigos de mi nuevo nacimiento, a los 30 años. Vuelvo a mi segunda cuna. La única cuna que recuerdo en mi vida. Y algo se me ensancha adentro. Soy feliz de volver. Lo necesitaba. Sí, Chimpay, mi querida tierra, soy yo.
Vocación de alimentar
Pienso que cuando, después de estos días, vuelva a subirme a un avión me cobrarán doble pasaje, y yo tendré miedo de ser la culpable de algún contratiempo en el despegue. Pero está lindo que -como dirían los chilenos- “me regaloneen” así… Es su forma de quererme, ¿no?