martes, 24 de marzo de 2009

Confesiones pedagógicas

El siguiente texto que comparto con Ustedes, mis queridos lectores, es el primer borrador de un trabajo que tengo que entregar dentro de dos meses, por lo que me gustaría recibir sus retroalimentaciones, críticas y sugerencias.

Corresponde al género de "ensayo personal", que es un ensayo donde se involucran las vivencias personales, dentro de un marco reflexivo más amplio, que re-signifique esas vivencias en nuevos sentidos de vida… Me falta agregarle referentes teóricos sobre lo que digo, pero quise escribir primero desde mis vivencias "en puro", antes de teorizar.

Escucho sugerencias.

La pedagogía y yo

Nunca quise ser docente. Nunca me gustó la escuela.
Desde muy pequeña percibí la institución educadora, como una cárcel de la mente.

Cuando mi respuesta no era la que esperaba escuchar la maestra, ésta era considerada incorrecta o fuera de lugar, y automáticamente dejada de lado como un posible pensamiento válido, interesante o valioso.
Cada vez que mi mente soñadora se iba por la ventana, trepando por las ramas de los árboles añosos, era abruptamente traída de regreso, hacia un tema abstracto y poco interesante para ella. Los métodos pedagógicos que conocí en mi infancia, me dieron la sensación de una aburrida pérdida de tiempo.
El centro de esa educación estaba siempre fuera de mí, de mis intereses, de mis ideas geniales, de mis ganas de jugar, de mi espontaneidad. Tenía que cumplir con un modelo que era muy distinto a mí, y que me resultaba odioso. La niña perfectita, con su uniforme bien planchado, su corbata firme en el cuello, sus medias altas y sus zapatos lustrados, un peinado prolijo y unos movimientos femeninos y decorosos… todo eso no era yo, y tampoco quería serlo.

Como aún no tenía claro qué o cómo quería ser, pero sí tenía claro lo que no era ni quería ser, y a pesar de ello el entorno educativo me obligaba a aparentarlo, mi mente empezó a funcionar en un segundo canal, albergando un mundo paralelo. Sólo estando en ese mundo paralelo, mi estancia física en el salón de clases se hacía soportable.
Así, me imaginaba todo lo que se podría hacer para que los niños a quienes no les gustaba el colegio pudieran ser felices aprendiendo, permitiéndoles por ejemplo escribir historias fantásticas, o ver películas de lugares lejanos, o jugar a representar las batallas de las que se habla en la historia, o inventar aparatos desconocidos para resolver situaciones de la vida cotidiana, o… ¡tantas cosas se me ocurrían para hacer, en lugar de estar sentada escuchando, escuchando y escuchando!

Sin darme cuenta, desde los 7 u 8 años estaba pensando en la pedagogía. Estaba elaborando, desde mi descontento por el sistema educativo imperante, una nueva forma de educar, una idea acerca de cómo debería ser la educación.
Lo que menos quería para mi vida, era transformarme en uno de esos seres que hacen desagradable la infancia de los niños. Sin embargo, estaba pensando en educar.

Tengo que decir que la mayoría de mis maestras fueron buenas personas y no tengo reproches que hacer, ya que el problema no estaba centrado en ellas, sino en todo un sistema en el que todos teníamos que funcionar cumpliendo un rol impuesto.

Algunas de esas maestras fueron más importantes para mí que otras, y sin darnos cuenta, se empezaron a transformar en personas a quienes yo les creía. Este dato no es menor, ya que soy una persona que no le entrega su fe a cualquiera. Para que alguien se gane el derecho de ser importante para mí, y más aún, para que yo le crea, tiene que ser un verdadero modelo a seguir.
Durante los 12 años que pasé por la escuela, encontré varias personas dignas de mi fe y de mi admiración. No se ganaron este lugar fácilmente, ni pudieron imponerme el cariño en nombre de la autoridad que emanaba de su cargo, ya que nunca nadie logró imponerme nada en contra de mi voluntad a lo largo de toda mi vida. No. Fueron personas que supieron conjugar dos elementos que no se enseñan en ninguna escuela de formación docente, sino que pertenecen a las personas especiales. Estos elementos fueron: el quererme sinceramente a mí, tal como soy, valorando mi persona como algo valioso; y el ser consecuentes en su vida, no intentando enseñar lo que no eran capaces de vivir.
En mi adolescencia, encontré personas con estas características en otras instancias extraescolares, y me vinculé afectivamente con ellas, con mucha intensidad. Estaba dispuesta a seguir hasta el fin del mundo a las personas que reunían estas dos simples características, pero en cambio, con el resto de los adultos yo me presentaba como un ser díscolo y apático. Sólo les creía a quienes percibía como personas consecuentes, y de quienes sentía que me querían bien.

Desde los 14 años de edad, tuve ocasión de enseñar a otros en instancias no formales, movida por una necesidad interior de compartir lo que había recibido, lo que sabía. A los 18 años me incorporé en mi propio colegio, como maestra de púberes de 11 años. Desde entonces, nunca he dejado de enseñar y de tener un rol de cierta autoridad con personas menores que yo –y algunas veces mayores- en virtud del conocimiento.
Durante todos estos años de ejercer la pedagogía aún sin quererlo, estuve en conflicto con el sistema imperante, que me obligaba a disciplinar conductas y a llenar otros cerebros de ideas ajenas, cuando yo en realidad sólo quería transmitir experiencias y formar personas libres.

Retomando mi historia, hoy me cuestiono: ¿Qué me llevó a estar relacionada con la pedagogía, a lo largo de toda mi vida? Y también: ¿Qué me movió a ocupar un rol que odié desde niña? Parece inexplicable… pero necesito explicarlo de alguna manera.

Haciendo una relectura de mi vida, puedo decir con certeza que ésta está marcada en etapas claras, a partir de las personas valiosas que conocí y que representaron, en cada momento, un verdadero modelo a seguir. Algunas las encontré dentro de un sistema educativo formal, otras no.
La persona que más me marcó en la infancia, fue una maestra que tuve en 4º y 5º de primaria, María Cristina. Hoy tengo la dicha de seguir en contacto con ella y poder compartir como grandes amigas, incluso como colegas. En la adolescencia, una joven que coordinaba un grupo juvenil en el que yo participaba, Mónica, fue quien más me marcó. También con ella sigo disfrutando de la amistad y no ha dejado de ser la joven consecuente que despertó mi admiración. Ya en la adolescencia tardía, una joven religiosa, Ana, me mostró una forma de vida que me cautivó. Hoy nos consideramos hermanas y amigas, sin necesidad de votos religiosos de por medio. En la juventud, Benito, un sacerdote con gran entrega y compromiso hacia el ser humano, se transformó en mi confidente, amigo y modelo a la vez. Su muerte fue la separación más dolorosa y desgarradora que viví a lo largo de mi vida, y hoy me sigue aconsejando desde el más allá. Ya en la adultez, además de muchas personas realmente valiosas que me enseñan día a día con sus propias vidas… descubrí en mi madre un ser admirable, que aunque siempre había estado ahí, no era tan valorable para mí, por tratarse de alguien demasiado cercano mientras yo crecía, lo que me hacía centrarme sólo en sus defectos.

Todas estas personas –y muchas otras que no nombré- fueron y son mis educadoras, porque yo me dejé educar por ellas. Se transformaron en mis educadoras, desde el momento en que se ganaron mi confianza, mi fe y mi admiración. Muchos otros pasaron por mi vida de estudiante ocupando el rol de “maestra”, “profesor”, “director”, “tutor” o “coordinador”… tal vez eran personas muy eruditas y con mucho para enseñar; pero yo me quedo con las personas que se transformaron en alguien para mí, porque en primer lugar me consideraron alguien importante en sus propias vidas.

Tal vez gracias a estas personas, yo soy educadora. Tal vez estoy realizando lo que quise siempre, desde esos años inocentes en que soñaba despierta: ser una persona capaz de marcar las vidas de otros de manera positiva, ayudarlos a ser felices siendo ellos mismos, mostrándoles con mi propia vida un ejemplo a seguir…
Creo que a lo largo de mi vida, estas personas que me marcaron de forma indeleble, me ayudaron a ir construyendo la persona adulta que soy hoy: la educadora apasionada que amo ser, la amiga incondicional de quienes quiero, la profesional responsable en que logré transformarme, la persona feliz que quiere ayudar a ser felices a muchos otros.

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